Viajar y correr, para conocer...

Hace un año tuve la tremenda oportunidad de correr la Maratón de Chicago, una de las grandes: volví a correr 42 kilómetros y 195 metros. Una ciudad increíble, una carrera perfecta, y una anécdota inolvidable.

Siempre hay una excusa para viajar. Hace un tiempo decidí que correr podía ser una de ellas. Y juntas son una combinación invencible. No encontré aún forma más linda de conocer una ciudad que corriéndola. No importa si es una carrera, un entrenamiento, o un paseo trotando, simplemente salir a correr, con libertad absoluta, a observar...

Y por raro que parezca, también se conoce a la gente.

Tanto que, y aquí viene la anécdota, en plena Maratón de Chicago, después de cruzar el kilómetro diez, un corredor me lanzó una pregunta en inglés... Cuando lo miré, sabiendo que en ese momento no lo hubiese hablado ni a mi resucitado abuelo, me encontré con la sonrisa gigante de un tipo que parecía mucho más un rugbier que un maratonista. Pelado, grandote, enorme, con un par de años más que yo, y una cara de estar disfrutando cada paso como nadie...

"¿Eh?", le repregunté. Tantos años de estudiar inglés no fueron suficientes para cazar su interrogante de primera. Que había perdido la señal en su GPS, que a qué ritmo iba a correr, que si podía seguir conmigo, que si iba poder mantenerme así hasta al final...

Hermano, estamos en el primer cuarto de una maratón, ¿cómo me vas a hablar tanto?

"A 5' el kilométro, y venimos bien", le digo.

No conforme con eso me preguntó si tenía el dato en millas... Y con esa casi que me conmovió. Hay sólo tres países en el mundo -EE.UU., Liberia y Burma- que aún no adoptaron el sistema métrico y para ellos la maratón es de 26.2. Confunde y molesta, especialmente si no tenés un GPS en tu muñeca.

Ya habían pasado un par de kilómetros, todos corridos a la par con Johnny, con quien a esa altura ya habíamos intercambiado nombres, y hasta intentó un apretón de manos como saludo...

"De Irlanda", me dice. "De Argentina", le retruco. Y resulta que en esos días nos enfrentábamos en el Mundial de rugby y a él se le ocurrió que comentar el mundial antes de llegar al kilómetro 21 era una buena idea...

Pero en algún momento del recorrido, en una callecita mágica de Chicago, estrecha, con arbolitos, en un barrio joven, donde los vecinos ponen sus parlantes en las ventanas para acompañarnos con su música, y desayunan en la vereda para alentarnos con sus gritos, el ya amigo Irlandés gritó "Thank you, this is so fucking amazing". Y tenía razón.

51 años tiene, y ese día quería terminar la Maratón abajo de las tres horas y media para clasificar a la de Boston. No puedo no admirar a alguien que a esa edad tiene esos objetivos. Y hacia allá íbamos.

Al kilómetro 30 la carrera se tornó durísima. Había levantado mucho el calor, y se transitaba la parte más solitaria y aislada del recorrido. Todavía estábamos en ritmo pero segundo a segundo, me volvía más lento. Le avisé, y no sólo eso, le dije que si quería lograr su marca tendría que adelantarse. Nos despedimos, ahora sí le di la mano, y vi irse a Johnny unos metros más adelante, pensando que, muy probablemente, nunca más lo volvería a ver. Así y todo, valía haberlo conocido.

Terminé la carrera feliz pero ocho minutos más tarde del objetivo. El final se me hizo durísimo. Me encontré con mi viejo, abrazo, foto, emoción, e intenté buscar a mi compañero de carrera. Y aún a pesar de su tamaño, fue imposible identificarlo entre otros 45.000 corredores.

Cuando se publicaron los tiempos, lo volví a intentar: tenía el nombre, la edad, la nacionalidad, y un rango de 8 minutos para buscarlo. No era tan fácil. Ya en Buenos Aires, con más tiempo y con las fotos de los finalistas publicadas, hice más exhaustiva la búsqueda y se me ocurrió revisar también unos minutos más tarde que mi marca...

Ahí estaba. Se ve que en algún momento, sin verlo, lo volví a pasar y terminé unos minutos antes que él. Ahora tenía, entonces, también el apellido. Buscarlo en las redes sociales fue, casi, como buscar a José Pérez en España. Me incliné por enviar un mail a los organizadores, sabiendo que por cuestiones de privacidad no me compartirían la información pero al menos podrían reenviar mi mail. Ni noticias.

Hasta, más o menos, dos meses después de la carrera. Resulta que Johnny se había inscripto con un mail secundario que estaba repleto de spam y el correo con mis datos rebotó. Los organizadores, persistentes como un maratonista, se tomaron el laburo de imprimir mi mail y enviarlo por correo físico. Así son los americanos: mi correo electrónico viajó impreso desde Chicago hasta Irlanda del Norte.

Y una mañana, cuando Johnny salía para el trabajo, se topó con el cartero que le entregó en mano mi mail. El mundo actual no deja de sorprenderme. Me escribió, ahora sí utilizando Internet, y no voy a mentir, esa amistad a distancia duró un par de mails, invitaciones respectivas a nuestras ciudades y algunos saludos. No mucho más. Pero en una de esas misivas se me ocurrió decirle que mi próximo objetivo era la Maratón de Berlín.

Hace unos días me volvió a escribir para preguntarme si seguía en pie mi plan... Porque él también estaría allá y podíamos, si me parecía bien, correr juntos.

"Tengo miedo que me hables mucho", le contesté. Pero ese personaje, con el que en toda mi vida sólo compartí veinticinco kilómetros, en algo así como casi dos horas y cinco minutos, había sido co-protagonista de una experiencia demasiado significativa.

Y, jugada del destino, en pocos días tendré el enorme privilegio de compartir mi segunda major con mi familia... Y la correré "charlando" con mi amigo irlandés.

Correr sigue siendo una gran excusa para viajar. O quizá el viaje es la excusa para correr. Pero las dos juntas siguen siendo invencibles. Y para mí, eso es conocer.
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